Nunca me
dijo su nombre. Tenía 52 años e igual cantidad de arrugas en su cara. La piel
bien del monte y el acento bien del norte. Sus palabras, huérfanas de tanta
distancia y soledad, se me arrebataron entre mate y mate. 
Con su
mirada ansiosa por seguir viviendo, me recorría, de vez en cuando, de arriba
a abajo. Me invitó un asado, me llamó su amiga. 
Y el ego y
los prejuicios me obligaron a ponerme los auriculares y escribir la presente. Yo le puse "Miguelito", porque tenía cara de Miguel.