Me encontré con Benito después de 37 años. Tomamos unos mates en el balcón de casa ¿Cómo no iba a invitar a pasar a Benito? Tenía los ojos más secos que jamás había visto, aparentemente, de tanto llorar. Perdió a su mujer en alta mar y a su hijo en ultra mar.
Me explicó, mi amigo de siempre y de nunca, que el dolor se vuelve una fiel compañía; una excusa tanto como para dormir, como para no hacerlo. Que hay cosas que no se superan y no por eso te vuelven más fuerte, si no que desarrolla uno un sentido de adaptación y aceptación y no al hecho, si no a saber que jamás habrás de superarlo.
Benito paso años abriendo los cajones del mundo y buscando pistas y un día volvió a casa, desentendido de todo y entendido de que moriría y, sólo entonces, moriría con él esa pena.