Eran las
21.16 y el maldito vuelo figuraba como demorado - “Dios, odio los aeropuertos”,
pensaba.
La gente le
pasaba por los lados comportándose como lo hacen las luces al andar en auto a
alta velocidad. Ruidosa, molesta. Y la ansiedad se le mordía el labio y él que
no llegaba nunca más.
“Landed” – leyó entre el esbozo de la
frenética sonrisa que produce un reencuentro. Al fin, había aterrizado.
Okay. Ya
podía sentirlo, olerlo, morderlo… pero aún faltaban unos 30 minutos antes de
verlo. Iba a matar a todos. Insoportable gente que vive en el mundo… sólo una
persona le importaba y, después de comerse todas las uñas, después de dar
vueltas y buscarlo en cada cara que salía por esas puertas de vidrio, lo vio.
Y ya no
existió la gente. Ya no había ruido ni luces. Lo único que iba rápido era su
corazón y se asfixiaba de ganas de abrazarlo. En un segundo se fundió en su
pecho, en su perfume… cerró los ojos y se sintió en casa, su pecho era su casa.
Volvió a respirar. Todo lo demás perdía sentido cada vez que lo volvía a tocar
y, cuando él la tocaba, la hacía volar.
Tenía tantas
ganas de acariciarlo, besarlo, babearlo… tantas ganas de amarlo que podía
comérselo en dos panes, ya mismo. Las mismas ganas de siempre, más distintas
que nunca.
Él era como
estar en casa. Ya todo se sentía bien otra vez y todo lo demás tenía gusto
insulso, inclusive rancio. Detestable fue darle la bienvenida sabiendo que se
tenía que ir. Detestable fue darle la bienvenida y despertarse sin él.
(...)
Que desesperante sensación. Esa de despertar sin el. La primera hora de vigilia, creo, es la peor. Pues es allí dónde se afianza la soledad, donde lo espera en vano con la "postergación alerta del obsesivo", con un dolor en el corazón, con un dolor insuperable que sólo su voz puede borrar.
– “Yo creo que sos magia”.